Martina suspiró apoyando la mano en su barbilla. Miraba al cielo desde la ventana del colegio pero no veía nada. Tampoco estaba escuchando a sus compañeros de clase, que andaban riendo y chillando por partes iguales. No prestaba atención a los gritos que se oían fuera, en el patio, donde otros niños de otras clases jugaban como era habitual antes de entrar en clase. Ella prefería quedarse en clase y disfrutar un poco de la soledad.
–¡Martina!
El grito hizo que respingara y dejara de mirar a través de la ventana para girarse y ver a su mejor amiga de pie con los brazos en las caderas.
–¿Qué?
–¿¡Qué!? Te estaba hablando desde que he llegado. No me puedo creer que no me hayas escuchado, con lo que yo te contaba. Es increíble…
Martina puso los ojos en blanco. Su amiga, Inés, siempre hacía un mundo si no se la atendía y en el caso de ella, era aún más grave al ser su mejor amiga.
–Lo siento. ¿Qué me decías?
–Estaba entrando en el cole –comenzó de nuevo sentándose a su lado y bajando la voz–, y me he dado cuenta que había unos padres en secretaría. Creo que hay un niño nuevo.
–Inés, si es uno nuevo, podría ir a cualquier clase… –razonó Martina.
–¡Sí! Pero es que escuché que decían que iba a sexto. Y sólo hay dos clases de sexto. Eso quiere decir que a lo mejor y nos toca aquí.
Martina respiró profundamente antes de hablar.
–¿Y qué pasa si entra un niño nuevo?
Inés se quedó con la boca abierta. La cerró. Volvió a abrirla para replicarle de nuevo a su amiga y darle varios motivos por los cuales era importante esa noticia pero no llegaron a salir las palabras y se quedaron en la garganta hasta que, finalmente, cerró de nuevo y su lenguaje corporal se relajó.
–Tienes razón. Al fin y al cabo son unos brutos y unos sabelotodos –comentó después abriendo la mochila y colocando los libros y accesorios que necesitaría para esa nueva jornada escolar.
Pero Martina no la escuchaba porque ella había vuelto la cabeza hacia su cielo, hacia ese azulado mar que tanto la enamoraba. Era ahí donde se perdía, donde durante horas podía dejar volar su imaginación y pensar en mil y una cosas. Hasta que el pitido del colegio indicando que era la hora de empezar la sacó de su ensimismamiento y gruñó por lo bajo por no poder disfrutar más tiempo.
Todos en su clase corrieron a ocupar los asientos cuando los que vigilaban en la puerta avisaron que la maestra se acercaba y cuando ésta entró, junto a ella, iba un chico que hizo que Martina se fijara en él. Tenía el pelo rubio y corto y vestía con unos pantalones marrones y una camiseta blanca. Encima de ella llevaba un chaleco que hacía juego con el color de los pantalones. Pero lo que más le impresionó fueron esos ojos azules, tan azules que rivalizaban con el cielo que tanto amaba ella. Parecía que habían cogido un trocito para colocarlo en él y que brillara aún más.
–Chicos, chicas. Este es Iván. Será vuestro compañero de clase de ahora en adelante. Acaba de llegar a la ciudad y no tiene muchos amigos así que espero que le hagáis sentir bien y que seáis amigos.
–¡Sí! –exclamaron todos los de la clase.
–Iván, ¿qué tal si te presentas un poquito? –le sugirió la maestra al niño–. Dinos de dónde vienes y un poquito de ti, anda.
Iván miró a la maestra y después a toda la clase que no apartaba la mirada de él. Martina supo que estaría nervioso porque ella había pasado por eso hacía unos meses, al entrar en ese colegio. Pero estaba segura que iba a hacerlo bien y que se ganaría a todos.
–Hola… Soy… soy Iván, como la maestra ha dicho. –Al principio, titubeó pero cuando cerró los ojos y los volvió a abrir, todo el miedo que podía llevar desapareció–. Soy nuevo en la ciudad porque vengo de Estados Unidos. He vivido allí cinco años porque mi padre estaba enfermo y sólo lo podían curar en ese país así que nos fuimos hasta allí, por eso todavía hablo un poquito raro. –Explicó él sonriendo avergonzado–. Perdón si digo algo que no se me entienda. –La clase se echó a reír–. Como mi padre ya está bien decidimos volvernos a nuestro país y por eso estoy aquí. Espero volver a recordar toda la ciudad poco a poco porque cuando me fui era pequeño.
–¿Cómo es Estados Unidos? –preguntó uno.
–¿Dónde vivías? –saltó otro.
Iván empezó a narrar sobre su vida. Que había vivido en Chicago y que su madre había estado trabajando dando clases particulares para poder atender todo el tiempo posible a su padre en el hospital. Que él había ido al colegio y que al principio le había costado aprender a hablar bien en inglés pero que después el problema en su casa había sido no mezclar el idioma. Les contó lo que hacían allí, cómo se divertían, dónde salían y lo que comían. Y Martina, en todo ese momento, no apartó la mirada de Iván, porque esos ojos parecían brillar. Se imaginaba cada escena que él contaba como si estuviera allí misma gracias a los detalles que él daba.
Ni siquiera la maestra los interrumpió cuando la presentación se alargó más de diez minutos. Los dejó seguir con sus preguntas, moderando las intervenciones, hasta que quedaron saciados todos.
–Iván, toma asiento en el pupitre que hay libre y nosotros vamos a empezar.
Un sonoro quejido por parte de todos hizo que la maestra se echara a reír y alentara a sus alumnos para que se animaran y soportaran la hora de clase que tenían por delante con los libros de matemáticas delante.
Iván avanzó por el pasillo y pasó por el lado de Martina que, al verlo tan cerca, y poder apreciar que ese azul de sus ojos también tenía algunas motitas blancas, como si fueran las mismas nubes, se olvidó de respirar. Lo siguió con la mirada hasta que Inés le propinó un codazo para que dejara de hacerlo y se centrara en lo que pasaba a su alrededor.
–La profe… –susurró su amiga.
–¿Perdón? –preguntó en voz alta. Lo bueno es que cuando le llamaban la atención era rápida de reflejos.
–Te preguntaba si ayer anotaste los ejercicios de la clase en la pizarra porque dicen que no, Martina.
–Claro que lo hice. Y tengo una foto. –Añadió Martina–. Inés me la tomó cuando ya estaban todos puestos junto a la fecha que puso usted.
La maestra sonrió satisfecha. No la iban a pillar de nuevo y su alumna era muy espabilada para caer otra vez en esa artimaña con el objetivo de dejarla mal como delegada de clase. La primera vez había tenido que admitir su derrota al no poder asegurar que lo había hecho por haber estado sola. Pero con esa segunda ella misma se había asegurado de tener una testigo y una prueba más que válida.
–Es cierto. Se la enseño, profe.
Inés se levantó de su asiento y fue con su móvil para que la maestra lo viera. Allí, en la pequeña pantalla del teléfono, estaba su alumna delante de la pizarra con los ejercicios escritos y una mano señalando la fecha del día anterior.
–Muy bien. Muchas gracias, Inés. Me parece que, a aquellos que se les ha olvidado la tarea, van a tener el doble hoy, además de una nota para sus padres.
Inés volvió a su asiento con la felicidad en el rostro, a pesar de que algunos allí no la miraban con tan buenos ojos.
–Te la vas a ganar… –masculló un compañero de clase dándose la vuelta.
–Haber hecho los deberes –contestó Martina.
–Ayer había partido.
–Eso era a las nueve de la noche. Antes tuviste horas para hacerlo. –Se agregó a la conversación Inés, ya sentada en su lugar–. Y como nos hagáis algo la profe sabrá quién ha sido el que le escondió al director las llaves del gimnasio y destrozó la portería subiéndose encima del palo. Tengo fotos… –amenazó. Tanto Martina como su compañero la miraron–. ¿Qué? Me encanta hacer fotos y vosotros hacéis muy bien el orangután.
Martina se echó a reír por el comentario pero no así su compañero que se giró cabreado hacia su mesa.
–Chicos… Atentos –llamó la maestra para comenzar con la clase.
***
–¿Ya? –preguntó Martina mirando al objetivo de la cámara–. Venga, Inés, que me canso… –añadió ya harta de estar posando.
–Si es que quiero coger una buena posición para que no haya sombras –se quejó su amiga–. Vale, creo que esta nos vale. Está genial eso de salirme diez minutos antes de clases todos los días para ayudarte.
Martina se echó a reír. En su colegio los delegados debían salirse unos minutos antes de clase para, en las pizarras respectivas, apuntar los deberes de las clases para el día siguiente. Por eso Martina lo hacía desde que llegara al colegio y saliera elegida delegada, no sabía bien el porqué. O quizá sí.
–¿Te ayudo? –preguntó Inés cuando vio que su amiga trataba de alcanzar la muleta que se había deslizado de donde ella la dejara.
–No, ya puedo yo. –Se esforzó por alcanzarla sujetándose con la otra y manteniendo el equilibrio para no caerse. Con esfuerzo, lo consiguió y se irguió vencedora con una sonrisa en los labios–. Ya.
Colocó las muletas en cada mano y comenzaron a andar. Todavía tenía que ganar algo de fuerza en las manos, o al menos eso le habían dicho sus médicos y rehabilitadores cuando por fin le dieron permiso para dejar la silla de ruedas que tenía y valerse de unas muletas, aunque fueran unas horas. Ella, que había estado siempre enferma y que no había podido ir a un colegio, estaba venciendo sus limitaciones poco a poco. Primero había sido levantarse de la silla. Después caminar un poco y ahora podía estar fuera de ella unas horas al día. Sabía, porque sus médicos se lo habían dicho, que la enfermedad que tenía la acabaría dejando en esa silla de ruedas, pero ella quería aprovechar el tiempo que le permitía su cuerpo para disfrutarlo. Por eso había convencido a sus padres para que la matricularan en el colegio. Y por eso ninguno de sus amigos sabía que, cuando llegaba a casa, la única silla que la esperaba era la que la había acompañado desde pequeña y que amaba y odiaba al mismo tiempo porque le impedía volar…
–Oye, ¿y el nuevo? ¿Qué te ha pasado con él? –le preguntó Inés cuando iban por el pasillo del colegio.
–¿Qué ha pasado de qué?
–Jope, si te has quedado embobada mirándolo. Creo que salvo el cielo, nunca habías mirado nada así.
Martina enrojeció.
–Tiene unos ojos como el azul del cielo, sólo eso. –Confesó.
–¡Te gustó! –exclamó su amiga.
Martina giró la cabeza pero la sonrisa que intentaba escapar de la boca la delataba. Siguieron andando entre risas hasta que el timbre avisó del final de las clases en el momento en que ellas salían por la puerta del colegio. Era un pequeño privilegio para los delegados: poder irse antes y así no tener que esperar en los atascos que se montaban para salir al exterior.
–Esperemos que no hagan nada en la pizarra –comentó Inés.
–Tenemos la prueba, así que no importa mucho.
–Sí, eso es verdad. ¿Y qué le habrá pasado al nuevo? Iván no fue a la clase de gimnasia.
–¿Ah, no? –preguntó Martina mirando a su amiga.
–No, no lo vi. No sé, quizá tuvo que ir a hablar con la profe o algo.
–Puede ser, como es nuevo a lo mejor va más atrasado que nosotros. Recuerda que le ha preguntado varias veces si lo entendía y él ha pedido repetir la explicación varias veces.
–Sí. Bueno, mañana lo verás de nuevo –chinchó Inés–. A tu trocito de cielo…
–Ay, por Dios, no le pongas ese apodo –se quejó ella.
–Ya, ya, pero tú te alegras de que no te haya visto, que lo sé yo.
Las risas se detuvieron por parte de Martina y se detuvo en su camino. Tenía razón. No se había querido levantar del sitio en todas las horas de clase por miedo a que la viera usando las muletas y solo cuando se ausentó se dio prisa en ir al baño y volver para que no la viera. No sabía por qué, pero quería que la conociera antes de descubrir lo que… lo que tenía de cintura para abajo.
–¡Paso! –gritó uno de los compañeros de clase empujándolas para pasar por medio de ambas. El empujón desplazó un poco a Inés pero en el caso de Martina se tambaleó sin poder apoyar de forma adecuada las muletas y cayó al suelo.
–¡Idiota! ¡Se lo diré a la profe! –exclamó Inés yendo al lado de su amiga. Su compañero de clase sólo le sacó la lengua y salió corriendo–. Será imbécil… ¿Estás bien? ¿Te has hecho daño? ¿Llamo a alguien?
–Estoy bien, no pude controlar el equilibrio. –Se justificó intentando quitarle hierro al asunto.
–¿Te ayudo? –preguntó otra voz. Las dos se giraron hacia la persona que estaba a su lado de pie y se sorprendieron al ver a Iván. Éste se agachó y miró a Martina, sonrojada, no sabía si por tenerlo tan cerca o porque hubiera descubierto su secreto–. ¿Puedes ponerte en pie?
–Creo que sí, nunca me he levantado desde el suelo –respondió ella.
–Entonces apóyate en mí –le sugirió Iván haciendo que ella entrelazara las manos en su cuello y la levantara él. Cuando la tuvo en brazos, los dos se miraron y enrojecieron. Fue cuando la soltó despacio para asegurarse que podía mantenerse en pie.
Inés le acercó las muletas y las asió con firmeza.
–¿Puedes? –preguntaron al unísono Iván y su amiga.
–Sí. No me he hecho nada.
–¿Qué ha pasado? –preguntó uno de los maestros que se acercó al ver congregados a tantos niños. Martina comenzaba a sentirse incómoda por los cuchicheos que escuchaba.
–Nada, resbalé. Pero estoy bien –contestó ella echando a andar–. No pasa nada.
Junto a Iván e Inés, Martina fue caminando hasta la salida del recinto escolar donde despidió a Inés para ir hacia su casa que estaba solo a unos metros. Había convencido a sus padres, después de demostrarles que podía, que la dejaran ir y volver sola. Y por eso no había nadie esperándola.
–¿Seguro que estás bien? –Le preguntó Iván que la acompañaba.
–Sí –contestó un poco avergonzada. Ya no podía mirarlo a los ojos, no quería encontrarse lo que veía en las otras personas, ese desprecio o pena. No en esos trocitos de cielo que tenía él. Afortunadamente, ya habían llegado a su casa y se habían detenido.
–¿Sabes? Pensé que si decía la verdad no iba a encajar… –murmuró él caminando despreocupado a su lado.
–¿Cómo? –Extrañada, Martina lo miró y vio una mirada llena de dudas, llena de pequeñas motitas blancas en ese azul.
–En realidad no nos fuimos por mi padre. Fue por mí. Yo me quedé ciego por un accidente y mis padres no dejaron de luchar por mí, por encontrar algo que me ayudara a recuperar la vista. Por eso me trataron en Estados Unidos y allí recuperé la vista. Lo que conté en clase… Bueno, es lo que he hecho los últimos seis meses.
Martina se quedó callada. No sabía qué decir ante eso. ¿Y por qué se lo contaba a ella? Podía haber seguido mintiéndoles y nadie se habría enterado porque no lo conocían de antes.
–A veces querer encajar hace que ocultes cosas. Pero muchos sabemos que el mundo está lleno de cosas imperfectas y que, aun así, son perfectas para los ojos de otros –añadió antes de acercarse a Martina y darle un beso en la mejilla–. Hasta mañana, Martina –se despidió él.
–Hasta mañana, trocito de cielo… –susurró para sí misma.
Y la sonrisa apareció cuando miró el cielo y supo que ese día, ella misma estaba despegando hacia el cielo.
Jesica
Ayyy que bonita historia!!! :3 ♡
Encarni Arcoya
¡¡¡Muchas gracias!!!
Maribel Diaz Reyes
Muy bonito ese relato de Martina