Primer relato de Historias reales para príncipes princesapes

El príncipe que no era valiente

Mateo miró por la ventana de su habitación. Empezaba un nuevo día y eso quería decir tener que salir de casa otra vez. ¡Con la de cosas que le daban miedo ahí fuera! Pero ya no podía decirle a su madre que le dolía la cabeza, o la barriga; tampoco a su padre que se sentía mal. Y todo porque había abusado demasiado y ya no le creían. O lo llevaban al médico y entonces este les decía que era mentira.

Lo que sí sabía Mateo es que no era valiente. Y por ese miedo a todo, le costaba salir de casa e ir a clase. Y eso que el colegio lo conocía ya, igual que a sus compañeros. Pero aun así, se sentía mal cada vez que tenía que salir de su zona de confort.

Mateo se fijó en los niños que iban ya hacia el colegio. Reían y jugaban con sus padres o con otros niños mientras acortaban la distancia para llegar. Sabía que otros iban en coche, como él, pero ni siquiera pensar en hacer el camino con alguien le atraía. ¡Así había más miedos! Por ejemplo, le daba pánico cuando un coche pitaba, porque se ponía muy nervioso y pensaba que pasaba algo grave. Le daba pavor si escuchaba un grito, y teniendo en cuenta que había una obra cerca del colegio, los albañiles solían hablarse a gritos haciendo que Mateo se pusiera a llorar y no diera un paso más.

—Mateo, ¿qué te queda?

Él miró a la puerta donde estaba su madre esperando la respuesta.

—¿Tengo que ir? —preguntó él intentando dar toda la pena posible.

—Mateo… no puedes seguir teniéndole miedo a todo. Los niños como tú deben ser valientes y hacer cosas… de niños: jugar, caerse, hacerse daño, vivir aventuras… —La madre se acercó a él y lo abrazó—. Tienes que ser fuerte.

—Pero es que yo no tengo ese valor o fuerza, mamá. Algo se debió perder por el camino porque no soy normal…

—¿Cómo que no eres normal? —preguntó la madre intentando sonreír.

—Pues eso. Los demás niños del colegio salen al patio y se ponen a correr por todos lados, o a jugar al balón. Y les da igual si hay gritos, si hay un bicho o si se caen y se hacen sangre. Pero yo no puedo hacerlo porque me da miedo. —Mateo agachó la cabeza—. Se burlan de mí y me dicen que soy una nenaza.

—Yo pienso que tienes mucho valor, pero está escondido y aún no lo has sacado. Pero cuando salga, serás el chico más valiente de todo el colegio —le aseguró su madre.

Mateo se quedó mirándola. Lo que decía su madre siempre se hacía realidad. Por ejemplo, cuando le dijo a su hermana Rosa que, si no dejaba el móvil y ponía la mesa, lo encontraría en la basura. Y como no le hizo caso, cuando Rosa dejó el móvil en la mesa del salón y fue a comer, después de que su madre tuviera que colocar la mesa, al volver este no estaba. Después de buscarlo por todos lados se le ocurrió echar un vistazo a la basura y ahí estaba.

O la vez en que le había dicho a él que, si no dejaba de beber tanto, por la noche tendría que levantarse al baño y se asustaría porque estaba oscuro.

Sí, cuando su madre decía algo, era casi seguro que se iba a cumplir. Pero lo que a él le interesaba era saber cuándo.

—Anda, vamos a desayunar y al cole. Que ya dentro de poco tienes que cambiar de lugar y seguro que lo echas de menos después.

Esa era otra. El año siguiente, si lo aprobaba todo, iría al instituto y eso le agobiaba mucho más. ¿Y si era peligroso? ¿Y si el camino estaba lleno de muchas cosas que le daban miedo? ¿Y si…? Todas las preguntas empezaban así y solo conseguían ponerle más nervioso. Por eso había tomado la decisión de no pensar más en lo que pasaría, sino en lo que pasaba en ese momento.

La madre de Mateo le pasó el brazo por los hombros y los dos fueron juntos a la cocina donde su padre estaba terminando el café.

Le dio un beso a Mateo y otro a su mujer y se despidió rápido pues tenía una reunión a primera hora y tenía que llegar a tiempo.

—¿Hoy quieres ir andando o en coche? —preguntó la madre.

—En coche… —contestó Mateo cogiendo el vaso con la leche y bebiendo un poco.

—Entonces ya sabes que, a la salida, tienes que venir andando. ¿De acuerdo?

Ese mismo año habían impuesto una regla para intentar que no tuviera tanto miedo. Sus padres lo llevaban al colegio, ya fuera andando o en coche, pero la vuelta, tenía que hacerla solo. Así que, si por la mañana lo llevaban en coche, a la salida tenía que volverse él solo andando; y si decía que quería ir andando, tenía que irse solo porque, cuando acababan las clases, lo recogían en el coche.

Desde que lo habían hablado, Mateo no había dicho nunca que quería ir al colegio andando porque sabía que, si lo hacía, tendría que irse solo. Y ya era bastante difícil salir de casa. La vuelta al menos la hacía mejor porque una vez sonaba el timbre avisando él recogía las cosas en un periquete y salía corriendo como un cohete. De hecho, parecía que volaba porque apenas tardaba unos minutos en llegar a casa para recuperar el aliento.

Cuando terminó de desayunar, Mateo cogió su mochila y fue con su madre hasta la puerta para irse al colegio. Miró hacia atrás pensando en lo bien que estaba en casa y el miedo que tenía ahora que salían.

—¡Mira, Mateo! —exclamó un niño enseñándole un gusano que había cogido en el recreo.

—¡Ahhhh! —gritó Mateo asustándose.

Escuchó las risas de todos los niños y agachó la cabeza para que no vieran que tenía ganas de llorar.

—Mateo, eres un cobardica.

—¡Seguro que no es un niño! —chilló otro—. ¿Tienes pilila? ¿O te la han cortado?

—Mateo es una nenaza, Mateo es una nenaza…

La frase se repetía una y otra vez y Mateo no podía hacer nada. Estaban en clase y no podía salir porque los profesores le podían regañar. Y a eso también le tenía miedo.

—¡No pasa nada por tener miedo! —dijo a cambio.

—Un poquito de miedo no. Pero los niños de verdad no tienen miedo. Tú eres un niño raro, un retrasado o un incompleto —respondió uno de sus compañeros de clase—. A lo mejor tu madre no te hizo bien cuando estabas dentro de ella.

—¡Retira eso! —Mateo se levantó porque se habían metido con su madre.

—¿Que retire el qué? —provocó el otro niño dando un paso hacia Mateo. Este tembló y las piernas no sostuvieron su cuerpo haciendo que se sentara de golpe.

Y se rieron de nuevo todos.

No estaba siendo un buen día. Después de que su madre lo dejara en la puerta había tenido que llegar a su clase y los gritos le habían puesto nervioso. También las hojas que se movían en el suelo y que podían ser peligrosas.

Pero sus compañeros eran aún más tenebrosos que lo que había fuera. Porque le hacían mucho daño. Por eso prefería enfermarse y no tener que ir a clase.

Miró el reloj y se animó a sí mismo diciendo que solo quedaba una hora. Había sacado ya la libreta y el libro pero solo tenía eso, y un bolígrafo, en la mesa. Todo lo demás lo tenía guardado en la mochila porque quería salir corriendo nada más tocara el timbre.

Cuando el timbre sonó, Mateo ya tenía todo en la mochila y estaba cerrándola. Sabía que, a su profesor, no le gustaba, y alguna que otra vez le había hecho abrirla de nuevo, colocar las cosas y entonces guardarlas. Pero ese día estaba ocupado explicándole a otro niño y él había aprovechado.

Se levantó y corrió hacia la puerta. La abrió y salió escopetado pasillo adelante hasta la salida. Había ya algunos padres y madres esperando pero los esquivó con algo de miedo por si lo cogían o algo y fue a la calle.

Allí, empezó a correr hacia su casa. Era en línea recta y solo tenía que cruzar cuatro calles y una sin salida. Pero eso le obligaba a detenerse, mirar a ambos lados varias veces, y de nuevo correr.

Hizo la primera y pasó rápido. La segunda igual. Pero cuando iba a pasar por la calle sin salida, se fijó por si algún coche entraba en la calle para aparcar, porque viviera allí. Fue cuando vio a un perro marrón sentado al lado de una caja de cartón.

Mateo no sabía por qué pero le parecía que ese perro estaba triste. Y aunque a él le daban mucho miedo los perros, se quedó mirándolo un rato hasta que el animal levantó la vista y lo miró a él. Entonces se asustó. ¿Y si por mirarlo se acercaba? ¿Y si lo atacaba? ¿Y si…?

Mateo abrió corriendo la mochila y sacó el bocadillo que no se había comido entero. Lo desenvolvió y se lo tiró al perro al mismo tiempo que él se escabullía hacia su casa. Solo esperaba que no lo siguiera.

Cuando llegó a casa, Mateo recobró el aliento de haber corrido desde el colegio. Fue a su habitación a dejar la mochila y a cambiarse de ropa. Se asomó a la ventana y buscó con la mirada al perro. ¿No lo había seguido? ¿Y qué hacía un perro allí solo? ¿Lo habían abandonado? ¿Y por qué?

Los días fueron sucediéndose y Mateo siempre iba en coche. A la vuelta, coincidía siempre con el perro marrón. Y todos los días le tiraba algo de comida. Se había vuelto una rutina. No se había acercado a él en ningún momento, y tampoco el perro lo hacía, como si ambos se tuvieran miedo mutuamente.

Lo que sí había conseguido Mateo era hablar. Después de tres días, le había dicho “hola” al perro y este saludado moviendo un poquito el rabo. Claro que después le había tirado su bocadillo y salido huyendo de allí.

Mateo miró a través de la ventana de la cocina y apretó los labios. Estaba lloviendo mucho. ¿Cómo estaría el perro? ¿Su caja de cartón se habría roto? Desde el momento en que se había despertado y visto cómo llovía, Mateo se había puesto muy nervioso, no porque tuviera que salir lloviendo, cosa que lo asustaba mucho porque podía haber truenos y relámpagos, sino porque quería saber si el perro estaba bien.

—Hoy iremos en coche, Mateo —le dijo su madre terminando de meter los platos y vasos en el lavavajillas.

—¿En coche? —preguntó él de golpe.

Su madre se volvió enseguida.

—¿No quieres?

—Es que… —¿Qué hacía? Por un lado sí que quería ir en coche porque llovía. Pero, por otro, tenía la oportunidad de ver cómo estaba el perro antes de ir al colegio. ¿Y si se enfermaba por lloverle? ¿Y si se moría?

—Cariño, ¿quieres ir andando? —insistió su madre. Ella tenía en los ojos un brillo especial, como si se sintiera orgullosa de él.

—Es que… tengo miedo… —confesó él.

—Todo el mundo tiene miedo de algo. Pero aprendemos a ser fuertes por nosotros mismos, porque no se puede vivir siempre con miedo.

—Sí, pero papá y tú sois valientes. Y yo no.

—Tú también lo eres. Pero te falta creértelo. Ya te lo he dicho muchas veces, Mateo: tienes mucho valor, pero está escondido y aún no lo has sacado.

Mateo intentó sonreírle a su madre.

—Me gustaría ir en coche, mamá… —dijo al final—. Pero, ¿podrías parar un momento en un sitio antes? —añadió dejando a su madre extrañada.

—¿En dónde?

—En la calle sin salida. Solo un momento. —Mateo unió su dedo pulgar e índice para dejarle claro a su madre que no iban a tardar demasiado.

—Está bien —accedió su madre.

Ahora Mateo se sentía un poco mejor. Iba a estar a salvo en el coche y, al mismo tiempo, echaría un vistazo al perro para saber si estaba bien.

Corrió a por su mochila y se preparó en menos tiempo del que tardaba en hacerlo otros días, cosa que sorprendió a su madre. Sin embargo, no dijo nada.

Se marcharon como todos los días pero Mateo estaba ansioso. Otras veces, odiaba que su madre fuera demasiado rápido porque se asustaba de ello. Pero ese día no le dijo nada.

—¡Aquí, aquí! —exclamó Mateo cuando vio la calle sin salida.

—Ya, cariño, ya sé cuál es —contestó la madre echando el intermitente para meterse en ella. Sin embargo, cuando iba a hacerlo, se fijó en que salían varios coches con los que tuvo que frenar y aparcarse a un lado.

—No creo que podamos entrar, Mateo. Es la hora en que salen las personas para ir a trabajar y va a ser muy difícil. ¿Qué tienes que mirar ahí? —preguntó.

Mateo ya estaba buscando con la mirada pero no conseguía ver bien.

—¡Ahora vengo! —Y abrió la puerta del coche para salir.

Su madre no reconocía a su hijo.

Mateo corrió hacia la calle. Vio la caja de cartón rota y empapada y se preguntó dónde estaba el perro. ¿Estaría mojado? ¿Se habría ido a otro sitio? Empezó a buscarlo pero no parecía estar allí. Sin embargo, sí que había un grupo de niños armando mucho jaleo.

—¡Cógele por ese lado! —gritó uno.

—¡Cuidado! —exclamó otro saltando hacia atrás.

—¡Que no se escape! —chilló otro.

Mateo se acercó a ellos y, entre sus cuerpos, vio al perro marrón. Tenía el rabo entre las piernas y miraba muy asustado a los niños que lo habían rodeado. Uno de ellos lo había agarrado del rabo mientras que otro le había cogido una oreja y tiraba de él. El animal solo aullaba muerto de miedo.

—¡Dejadlo en paz!

Todos se volvieron al escuchar el grito y miraron a Mateo. Él los conocía. Eran niños de su colegio, de su mismo curso, algunos compañeros suyos, otros de la clase de enfrente.

—¿Y tú a qué vienes ahora? ¡Largate, nenaza! —le dijo uno de sus compañeros.

—¡Que lo dejéis en paz! —repitió Mateo.

Uno de los niños se separó del grupo y le dio un empujón a Mateo. Él cayó al suelo pero se levantó de nuevo.

—¡Que lo dejéis! —Estaba muy asustado, le temblaba todo el cuerpo. Tenía las manos cerradas en puños porque así se infundía fuerza.

—Te la estás buscando, nenaza —le avisó otro de los niños—. Mira que te hacemos lo mismo que vamos a hacerle al chucho…

—No. Dejad al perro tranquilo —reiteró otra vez.

Tres de los niños se separaron del grupo y se fueron hacia él pero, en lugar de salir corriendo, como habría hecho antes, se quedó quieto. No sabía qué hacer, pero quería ayudar a ese animal de alguna forma.

Escuchó el gruñido del perro y cómo se revolvió contra los otros niños que lo sujetaban. Todos se giraron a observar cómo el animal empezaba a ladrar y se ponía delante de un Mateo tembloroso y con lágrimas en los ojos.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó una voz—. ¡Vosotros!

—¡Corred! —gritaron los niños y todos ellos pusieron pies en polvorosa al ver que un adulto se acercaba.

—¿Mateo? ¿Estás bien? —Su madre se acercó a él rápidamente y se agachó para observarle.

—¡Mamá! —chilló abrazándose a ella—. Iban a hacerle daño al perro y yo no quería que lo hicieran. Pero tenía mucho miedo —lloró diciéndole lo que había pasado.

Su madre se fijó en el perro marrón que estaba al lado de Mateo. Le estaba lamiendo la mano y sin embargo su hijo no se había asustado por ello. Esbozó una sonrisa porque parecía que ese animal había hecho que su hijo, que no era valiente, entendiera que no importaba ser valiente para luchar por algo que quería.

—Venga. Hoy nos vamos los tres a casa.

—¿Los tres? —preguntó Mateo.

—Tú, yo, y esta cosita que tenemos aquí —contestó acariciando al perro.

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