La fuente de los sentimientos
Joseph se levantó el cuello de la gabardina color marrón oscura que llevaba. Fuera hacía un frío del carajo y era evidente que el estar lloviendo como si echaran desde los cielos calderos de agua no ayudaba a que la temperatura subiera. Tampoco la humedad, que hacía mella en su cuerpo.
Todavía se maldecía por haber salido de casa con ese tiempo. Pero una vez que se había calado, volver sin haber hecho lo que lo había llevado fuera de su hogar era impensable. Sobre todo porque ya estaba a medio camino e iba a llegar cabreado y sin conseguir lo que buscaba.
De vez en cuando se fijaba en los que, como él, caminaban bajo la lluvia. Algunos habían sido previsores y llevaban consigo paraguas u otro tipo de innovadores accesorios que evitaban que sus cuerpos se mojaran. Le había llamado la atención ese nuevo artefacto que creaba una barrera sobre todo el cuerpo impidiendo que una mísera gota de agua tocara ni una fracción de piel, o ropa. Claro que todavía debían perfeccionarlo pues también había escuchado que la barrera impedía que pudieran realizar otras acciones, encerrado en esa jaula transparente como estaba. Más parecía ir en una bola de hámster que en un sistema ultramoderno de los que todavía quedaba mucho para pensar en él como algo útil.
Cada caminante parecía ir a su bola. No hablaban, no saludaban. Solo seguían su camino, algunos resguardándose de la lluvia agachando la cabeza, como si con ello pudieran protegerse. Otros colocándose la mano encima. ¿De verdad una mano les protegía del manto de lluvia que caía? ¿Qué clase de mano mágica tenían?
Tras un tiempo más andando, llegó a su destino y suspiró. Levantó lo que pudo la vista y, antes de que la lluvia quisiera formar parte de su cuerpo y entrar también a través de las cuencas de los ojos, observó el edificio que tenía delante.
Habían rehabilitado una casa que, ahora, se consideraba antigua, cuando, en el siglo XXII, era una innovación que pensaban duraría para siempre. Los letreros de neón anunciando el tipo de negocio que se encontraba dentro relucían dando más luz a la calle, de por sí en ese momento bastante oscurecida por la nube de contaminación que sumía la ciudad, amén de las nubes oscuras como el hollín que descargaban su contenido con una ira que parecían el mismísimo demonio.
Junto al letrero, un poco más arriba se podían apreciar los anuncios que se emitían a través de las fachadas de los edificios, las noticias, incluso la normativa que regía ese lugar.
Pero a Joseph eso ya no le importaba. Había llegado a su destino. Con suerte, cuando saliera no llovería. O quizá no. Colocó la mano sobre la puerta y escuchó cómo se accionaba el sistema para leer su huella. Unos segundos después, la puerta se deslizó hacia arriba y pudo pasar al interior.
Un largo pasillo iluminado en un tono rojizo lo recibió. Él ya sabía lo que tenía que hacer, por lo que avanzó con paso decidido. Mientras caminaba, pensaba en lo que buscaba, en lo que quería en ese momento. No le hizo falta mucho tiempo para descubrirlo, lo tenía muy claro.
Llegó al final y otra puerta se abrió ofreciendo un lugar amplio con varias jaulas. Estaba distribuido como una biblioteca, con varios pasillos diferentes y categorizados. Alzó la vista y vio varios carteles: Ira, tristeza, ilusión… Así hasta que apenas le alcanzaba la vista.
Tomó el pasillo que buscaba y empezó a fijarse en el interior de las jaulas, algunas vacías, otras ocupadas por personas que lo miraban de diferente forma. Había quien lo odiaba, quien le temía, quien se había resignado a su suerte.
Se detuvo en una jaula y esperó que lo mirara. Sin embargo, no ocurrió.
–Eva –llamó él en un intento porque levantara la cabeza de su postura sentada y pensativa–. Eva –repitió.
–¿Qué quieres?
Joseph abrió la puerta y se introdujo dentro. La trataban bien, se le notaba. Todos los humanos eran bien tratados en ese lugar porque les ofrecían lo que ellos buscaban. Y si no cumplían, entonces eran desechados. Ya otros ocuparían su lugar, eso a ellos no les importaba.
–Quiero sentir… –contestó Joseph–. Quiero sentir felicidad.
Eva se burló por lo que Joseph le pedía.
–Ya no sé siquiera si eso existe.. –comentó ella viendo cómo él había sacado de su celda los cables que lo conectarían a sus recuerdos para experimentar lo que quería.
No era la primera vez que lo hacía. Y sabía que no sería la última. Al fin y al cabo, los humanos les habían dado vida pero no entendían que sus creaciones, como lo era Joseph, fueran ahora los que dominaran el mundo. Y a ellos.